sábado, 1 de diciembre de 2012

Israel revisa su historia 64 años después de su creación

Los mitos fundacionales del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948 tienen como denominador común desplazar y diluir en la parte árabe la responsabilidad de los acontecimientos que rodearon y se derivaron de su creación. Sin embargo, ninguna argumentación logró ser tan visible, contundente y definitiva como la aportada por un heterogéneo grupo de académicos israelíes conocido como “los nuevos historiadores”. Las conclusiones de sus estudios invierten la historia oficial israelí. Por José Abu-Tarbush Existe una creencia muy extendida acerca de que la historia la escriben los vencedores. En efecto, quienes logran imponerse en el campo de batalla mediante la superioridad de sus fuerzas armadas parecen también contar con una ventaja adicional: su mayor capacidad para dominar el discurso político sobre los acontecimientos. Sin embargo, el paso del tiempo proporciona una perspectiva más objetiva, mostrando que vencer no siempre es sinónimo de convencer. La autoridad impuesta sin ningún tipo de consentimiento ni legitimidad ―y contraria a la voluntad de los sojuzgados― deriva inevitablemente en dominación despótica, que antes o después termina siendo contestada. Un ejemplo de este desplazamiento del discurso predominante desde la perspectiva de los vencedores hacia la de los vencidos viene ilustrado por el conflicto palestino-israelí. En este tránsito, las investigaciones y trabajos elaborados por los denominados nuevos historiadores israelíes han terminado reforzando la versión palestina. Un contexto favorable a la historia oficial israelí Los acontecimientos que rodearon la emergencia estatal israelí, el 14 de mayo de 1948, estuvieron envueltos en una intensa polémica, que se prolongó en el tiempo ―con no menos intensidad― por las responsabilidades políticas que se derivan de una u otra versión. Desde el primer momento, el relato predominante fue el asociado a la historia oficial de Israel. Además de imponerse como fuerza vencedora sobre el terreno, su diplomacia y aparato de propaganda exterior dominaron el discurso político sobre el conflicto durante sus primeras décadas. Semejante predominio no sólo emanaba de su condición de vencedor, sino también del efecto amplificador que reprodujeron sus principales aliados occidentales durante la posguerra. En este contexto, las tesis favorables al incipiente Estado israelí ―y, en contraposición, legitimadoras de la silenciada limpieza étnica acometida en Palestina― encontraron un terreno muy fértil. Primero, por la emergencia de la corriente milenarista decimonónica en países anglosajones, protestantes y claves en la expansión colonial, que aceptaban acríticamente las ideas teológico-políticas justificadoras de la colonización sionista de Palestina sobre la única base de una presunta promesa divina o tierra prometida (1). La Biblia era esgrimida como un título de propiedad y así, paradójicamente, era aceptada por sociedades tenidas por modernas y seculares (2). Todavía sorprende que tanto responsables políticos y ciudadanos educados en una tradición laica acepten sin más esos presupuestos teológico-políticos que, ante otras tradiciones, se aprestan a denunciar por fundamentalistas. Segundo, por la mala conciencia reinante debido al pasado europeo de antisemitismo y nazismo. La denomina cuestión judía había surgido en Europa, fruto de la discriminación, exclusión y persecución que sufrían unos europeos ―por su condición étnica y confesional― a manos de otros (3). Por tanto, era un problema europeo, que demandaba una solución en ese mismo marco, de integración de toda su ciudadanía, con independencia de su diferente tradición cultural y religiosa. A su vez, este pasado ha supuesto una pesada losa para la política exterior de algunos Estados europeos en Oriente Próximo. El más tenue comentario crítico a la política israelí es susceptible de ser descalificado por antisemita. Semejante temor enmudece algunas voces y busca la inmunidad de Israel ante las críticas. Con esta mordaza, no es extraño encontrar críticas más contundentes a la actuación de los gobiernos israelíes en la prensa israelí que en la occidental. Del mismo modo, la denuncia de ese uso y abuso del antisemitismo y el holocausto procede de autores de origen judío, principalmente. El ejemplo de Norman G. Finkelstein, con progenitores que sufrieron el infierno nazi, es bastante elocuente (4). Más recientemente, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, fue objeto de las críticas de personalidades judías e israelíes, que reprochaban su utilización del holocausto en su denuncia del programa nuclear iraní (5). Por último, pero no menos importante, por el propio contexto mundial de la guerra fría, de división bipolar y confrontación política e ideológica. Israel era considerado como un importante aliado en una región de alto interés geoestratégico por sus ingentes recursos energéticos; y también por la proximidad de la Unión Soviética a la que, limítrofe con Turquía e Irán, se quería mantener apartada de toda influencia en Oriente Medio. La espectacular victoria del ejército israelí durante la guerra de 1967, en medio de los retrocesos estadounidenses en el entonces denominado Tercer Mundo (en particular, en el sudeste asiático), estrecharon una especial alianza estratégica entre Washington y Tel Aviv que ha perdurado en el tiempo. Los mitos fundacionales del Estado de Israel han girado en torno a tres hechos, principalmente, que tienen como denominador común desplazar y diluir en la parte árabe la responsabilidad de los acontecimientos que rodearon y se derivaron de su creación. Primero, el inicio de la guerra y la superioridad de los ejércitos árabes, que presentan al incipiente Estado israelí como una víctima inocente y en inferioridad de fuerzas. Segundo, la supuesta llamada de los dirigentes árabes para que los palestinos abandonaran sus hogares durante la guerra, culpabilizando a dichos gobiernos de originar el problema de los refugiados. Por último, tercero, la intransigencia árabe para llegar a un arreglo con Israel, imposibilitado así la paz y la estabilidad en la región. Todas estas afirmaciones tuvieron su correspondiente réplica desde el mundo árabe y, en particular, desde el ámbito palestino, sin olvidar los testimonios y análisis de distintos observadores internacionales. Sin embargo, ninguna argumentación logró ser tan visible, contundente y definitiva como la aportada por un heterogéneo grupo de académicos israelíes que, con diferente bagaje disciplinar, sería conocido con la denominación de “los nuevos historiadores israelíes” (6). Después de investigar en los propios archivos del movimiento sionista e israelíes, las conclusiones de sus estudios invertían la historia oficial israelí. Su autoridad ―no sólo académica― estaba fuera de toda duda. Eran israelíes, por tanto no cabía reprocharles ninguna connivencia con el enemigo. De sus diferentes estudios se extraen conclusiones desmitificadoras y opuestas a las de la historiografía oficial israelí. Primero, la guerra se inició mucho antes que la primera confrontación interestatal árabe-israelí, en mayo de 1948. Previamente, desde diciembre ―a raíz de la adopción de la resolución de partición de Naciones Unidas, el 29 de noviembre de 1947― se había iniciado la campaña de limpieza étnica de Palestina (7). De hecho, antes de la proclamación del Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948, las fuerzas sionistas ya habían desalojado entre unos 250.000 y 300.000 ciudadanos árabes-palestinos de sus hogares. Dos meses antes, el 10 de marzo de 1948, se había adoptado el plan Dalet (8), que formalizaba la idea de transferir a la población autóctona (9). En suma, la expulsión directa e indirecta de los árabes-palestinos ―entre unos 750.000 y 800.000― de su tierra respondió a un plan asociado al proyecto colonial sionista en Palestina. Esta idea no desapareció con la creación del Estado de Israel y la consecución de sus principales objetivos. Por el contrario, sigue estando presente (en alusión a los palestinos tanto de 1948 como de los territorios ocupados en 1967), según se desprende de las declaraciones de algunos de sus líderes y se recoge incluso en sondeos de opinión (10). Segundo, la superioridad militar árabe ha sido otro de los mitos desmentidos por su inferioridad numérica, escasa preparación y descoordinación. Por el contrario, las fuerzas israelíes eran superiores tanto cuantitativa como cualitativamente, con una dirección coordinada, armamento más moderno y experiencia militar. Justo de lo que carecían los ejércitos árabes, atrapados en sus recelos y sospechas mutuas. Lejos de ser una fuerza conjunta con un mando unificado o coordinado, estaban más pendientes de lo que hacía uno u otro, en particular de la legión jordana que era el ejército árabe mejor preparado. Precisamente el rey Abdallah l había llegado a un acuerdo con el movimiento sionista para su reparto de Palestina, llevado por sus ambiciones regionales de instaurar y extender su reino en la llamada Gran Siria (que incluiría Jordania, Siria e Irak) (11). Por último, tercero, la supuesta intransigencia árabe también ha sido desmitificada por documentados trabajos que muestran una lectura opuesta a la versión oficial. Una de las obras más sólidas se debe también al citado historiador israelí Avi Shlaim, catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad de Oxford. Su análisis de las relaciones entre los Estados árabes e Israel, desde sus primeros encuentros y acercamientos hasta prácticamente la actualidad, muestran un balance muy distinto al oficial (12). En suma, el lector interesado en la materia cuenta con una abundante y rica bibliografía que viene a confirmar, con rigor y documentación, la versión tradicionalmente sostenida por los vencidos en el conflicto palestino-israelí. De manera que el relato contado por un anciano o anciana en un destartalado campo de refugiados en Oriente Próximo ha cobrado una dimensión que, lamentablemente, hasta ahora no poseía. Seis décadas y media después de esa catástrofe (o Nakba, como la denominan los palestinos), esos mismos refugiados y sus descendientes siguen demandando la restitución de sus derechos frente a la limpieza étnica y el memoricidio que siguió. Fueron las dos caras de una misma moneda: la expropiación y expulsión de una población de su tierra no sólo fue un acto de violencia física y política, también se acompañó de una deliberada estrategia de negación de su existencia y derechos.

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